“Todos los días veo plástico en las tripas de los peces y los pájaros que abrimos. Y me hace preguntarme qué es peor, si matar animales para abrigarnos con sus pieles o seguir usando plástico y que éste los mate”. Quien lo dice es Daya, una joven de apenas 30 años, nacida y criada en Alaska, mientras justifica a los antiguos tramperos con un fusil mata osos al hombro que abulta casi más que ella. “Nunca he tenido que usarlo, pero…”. Trabaja en los bosques cercanos a Talkeetna, una antigua localidad minera que es la puerta de entrada al impresionante Pico Denali, el más alto de Norteamérica. El mismo que en 2015 cambió su nombre desde McKinley al original por las simpatías que la petición de los nativos despertaron en el presidente Barack Obama.
Las palabras de Daya son un buen ejemplo de las contradicciones a las que se enfrentan a diario los habitantes de Alaska, menos de un millón de personas que viven en un territorio en el que caben tres Españas. ¿Qué es más importante, proteger un ecosistema único en el mundo, en una de las pocas zonas del Planeta apenas tocadas por la mano del hombre, o explotar los inmensos recursos naturales de la región para garantizar un modo de ganarse a la vida a sus habitantes?
En todas las conversaciones que uno tiene en Alaska sale a relucir el dinero, incluso más que en el resto de Estados Unidos, que no es poco. El motivo es que se trata de un estado especialmente sensible a los ciclos económicos. El terremoto que sufrió en 1964, de 9,2 grados en la escala de Richter –otra vez, el mayor de Norteamérica-, asoló la región y destruyó su economía. La caída de los precios del petróleo de 2015 ha supuesto la pérdida de 5.000 empleos, ya que esta industria es la primera fuente de ingresos del país. La segunda es el turismo, por lo que una bajada de visitantes como la de la última crisis financiera mundial llevó a una gran parte de los alaskeños a la ruina.
Delaila es una de las 350 personas que vive todo el año en los alrededores del Parque Natural de Denali –una maravilla de la naturaleza del tamaño de Cataluña en la que viven osos grizzlis y negros, alces, caribous, ovejas dall…– es consciente de esas contradicciones. Licenciada en Recursos Naturales, en verano conduce un autobús dentro del parque y es capaz de distinguir un oso a cientos de metros. Es escrupulosa a la hora de dar instrucciones sobre el reciclaje dentro de su autobús y del parque, pero es incapaz de condenar las prospecciones petrolíferas del Norte del estado. “Dan de comer a mucha gente”.
El Capitán Mark también sabe de contradicciones. Día tras día, llena su recién comprado barco de turistas que se bajan casi a diario de los cruceros que atraen a tres millones de personas al año al Inner Passage, la franja costera que separa British Columbia del Panhandle de Alaska. De mayo a septiembre, Icy Strait Point, un enorme embarcadero situado en la Isla de Chichagof, ha dado la vida a los 700 habitantes de Hoonah. Muy bien valorado en TrypAdvisor –ya se encarga el propio capitán de recordarles a los turistas, encantados después de haber visto un sinfín de ballenas jorobadas, focas y leones marinos, de lo importante que es una buena recomendación-, con el barco anterior no daba abasto. Biólogo marino procedente de la Costa Este de Estados Unidos, ahora tiene la mejor casa del pueblo y sus dos hijas son capaces de hablar algo de Tlingit, el dialecto de los nativos de la zona. Es consciente de que el turismo de crucero tiene un impacto en el ecosistema, pero también de las oportunidades que supone para un pueblo como Hoonah. La dueña del único bar, que vende menús a 15 dólares, solo abre con toda seguridad los días que hay crucero. Los demás, se lo piensa. Desde el 15 de mayo al 15 de septiembre, llegan unos cuatro barcos a la semana, con viajeros ávidos de probar uno de los king crabs (cangrejos gigantes) que pesca su marido y vende a la puerta del bar.
Más contradicciones. En las ciudades en las que atracan más cruceros, desde la bella Ketchikan con sus ríos plagados de salmones que vuelven a desovar en verano, a la pintoresca Skagway, producto de la fiebre del oro, pasando por la propia capital del estado, Juneau, la única capital de EEUU a la que no se puede acceder por carretera, las calles principales parecen un parque temático. Casitas pintadas de preciosos colores que nos trasladan a tantas y tantas pelis de mineros, con sus tiendas de abastos –hoy joyerías y tiendas de regalos- y sus saloons. Tres calles más allá, la verdadera Alaska, con casas descoloridas por la nieve, tejados que apenas duran tres años, infinidad de trastos en jardines salvajes con maravillosas flores, coches corroídos por el óxido y carteles amenazadores: prohibido aparcar de octubre a abril, los meses que dura el invierno.
El largo y duro invierno
El invierno es muy largo en Alaska. Si los antiguos indios Tligit, Atabascans o los propios esquimales ya sabían que el verano había que pasarlo cazando y pescando para sobrevivir en invierno y los pioneros atraídos por el oro entendían de golpe que o cruzaban el Yukon antes de octubre o el río se helaba hasta mayo y los dejaba atrapados y sin concesiones, los ciudadanos de hoy saben que el dinero hay que ganarlo en verano. Y los turistas lo sufren, claro. Los precios son altos.
Los alaskeños están acostumbrados a que se les pregunte cómo es su vida en invierno y ofrecen todo tipo de explicaciones. La mejor, la de un conductor de Uber en Anchorage. “Necesitas una familia, libros y Netflix. Si no, estás perdido”.
Son muchos los que llegan para trabajar en verano y se quedan, atraídos por la grandiosidad de la naturaleza. Extensiones inabarcables de árboles convierten el horizonte en una mancha verde sin fin. Ríos de agua color nieve, inmensos glaciares en cada esquina, lagos alpinos y todo tipo de fauna ártica. Si sobreviven al primer invierno, ya se sienten lugareños. Pero uno no puede dejar de pensar en los primeros habitantes, aquellos hombres prehistóricos que cruzaron andando desde Siberia, cuando Asia y América estaban unidas por tierra, buscando una vida mejor. Los rusos, que navegaron el Mar de Bering movidos por la curiosidad de Alejandro El Grande sobre ese mismo pasaje de tierra, que hace siglos reclamó para sí el mar. Los buscadores de fortunas, que vieron un filón en las pieles de las nutrias y en el comercio con los nativos a cambio de ron y armas. Los buscadores de oro, atraídos por las infladas crónicas de los periódicos de la Costa Oeste americana sobre la riqueza de aquellas tierras inhóspitas. Los granjeros de Minesota, que se morían de hambre tras la Gran Depresión y aceptaron la oferta de tierras del gobierno americano en Alaska tras su compra por 7,2 millones de dólares a los rusos, antes de que se descubrieran ni el oro ni el petróleo ni los ricos recursos minerales de la zona. Los miles de hombres que construyeron el ferrocarril para trasladar el oro o la autopista durante la Segunda Guerra Mundial, obras faraónicas sobre un subsuelo helado, el traicionero permafrost. A todos ellos les movieron o la necesidad o la codicia. Quizá también el afán de superación.
Es fácil entender que el índice de suicidios sea alto: el 21 de diciembre la oscuridad dura 23 horas y 45 minutos en algunas latitudes. A cambio, en verano nunca anochece del todo. Pero, aunque de noche se echen de menos las estrellas, se comprende con facilidad que uno se enamore de Seward, el pueblecito costero desde el que se pueden explorar Resurrection Bay y los fiordos de Kenali, con árboles o glaciares allá donde se mire, y orcas, leones marinos, frailecillos, cormoranes y especies de las que uno jamás ha oído hablar. Que sueñe con aventuras cuando recorre en tren la distancia hasta Fairbanks, maravillándose a cada paso con un paisaje único en el mundo. O que se quede con la boca abierta ante el glaciar Hubbard.
“Ike says: you’re in now”. En el Pioneer’s Bar de Fairbanks luce orgullosa la primera página del Anchorage Daily Times que recuerda el glorioso 1 de enero de 1959 en que el presidente Eisenhower declaró la independencia del Estado. Indiferentes a este tremendo éxito de sus antepasados, que ha llevado a Alaska a dónde está hoy, los jóvenes bailan al son de las mismas canciones que en el resto del mundo. En el Yukon Bar, de Seward, los campistas se mezclan con los trabajadores de la zona al son del grupo Matt Hopper & The Roman Candles, que les saca a la pista de baile con sus botas y camisas de cuadros, cerveza –artesanal, claro- en mano. En Juneau los turistas hacen cola para entrar en el Dog Saloon y sentir por un rato que se encuentran en el antiguo oeste. Porque el hoy y el ayer están presentes a cada paso en Alaska, alimentando las contradicciones de esta bella y a menudo inhóspita parte del mundo. La última frontera. Los camareros reparten cerveza, chupitos de whisky e historias sobre su vida. Se aceptan propinas. El invierno es muy largo.
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