
La marea roja y gris del Británico
Por Sonia Franco
Una marea roja y gris cruzaba cuatro veces al día la regia valla verde de Martínez Campos ante los cariñosos ojos de Remedios y Manolita. Por la mañana, tranquila. A mediodía, con ganas de comprar palolú en el puesto de la esquina. Por la tarde, revolucionada.
–Súbete las medias, apriétate la corbata–, decía Mr Eyre mientras intentaba esquivarnos.
Una marea gris y roja que cada tarde llegaba a casa y contaba cosas muy distintas a las de sus amigos de otros coles.
–Hoy he dado History e Historia. Mrs Roomans me ha pedido una redacción en la que yo tenía que ser un romano y contar cómo se vivía en aquella época. Miss Teresa me ha preguntado por el orden que ocupa Felipe III en la lista de reyes españoles.
Yo contaba lo mal que lo había pasado Ernesto cuando le preguntaron por los afluentes del Tajo, llevándose el pulgar a la cabeza en un intento de recordar. Y que a Cuervo le habían echado de clase porque le había dado un ataque de risa y él había seguido a carcajada limpia al otro lado de la puerta. Contaba que en el laboratorio de El Stevie hacíamos experimentos y Juan Antonio y Juan Pablo no paraban de cuchichear y reírse de las ocurrencias de Jaime. Ignacio lo miraba todo con los ojos bien abiertos; a veces parecía que no estaba, pero vaya si estaba. Contaba que estábamos ensayando para el Carol Service, la misa de Navidad en San Juan de la Cruz. Alguno acababa debajo del piano por no afinar lo suficiente para el gusto de Mr Slater, el profesor más mayor del cole, ceñudo y gruñón, que también nos entrenaba al baloncesto. Eva siempre encestaba. Contaba que en el recreo jugábamos a churro va. Cristina y Aurora eran las que más saltaban.
Contaba que las chicas íbamos a clase de costura mientras los chicos se quedaban en el aula jugando al ajedrez; y que un día que Enrique se puso a chincharme le tiré el tablero con la partida empezada. Que aprendíamos extrañas técnicas (laca de bombilla, pan de oro, macramé…) que me hacían sentirme casi tan torpe como cuando Mr García me sacaba a la pizarra a hacer raíces cuadradas. Paloma y yo lloramos el día que nos suspendió un examen en sexto. Nuestro primer suspenso.
Contaba cuánto me gustaba la clase de Drama con Miss Caldwell: escribíamos y poníamos en escena una mini obra de teatro casi todas las semanas. Que Mr O’Byrne y Mr Foster alimentaron mis ganas de escribir y me dieron confianza, mientras Miss Murphy nos ayudaba a elegir esas primeras lecturas, tan importantes. Y cuánto nos gustaba que Mr Valbuena nos tratase como casi adultos.
A medida que la marea roja y gris se iba haciendo mayor, contaba menos. Ellos nos miraban con curiosidad; las hormonas se nos desbordaban. Durante algunos recreos nos escondíamos para jugar a las prendas. Nos gustaba bailar e íbamos a muchas fiestas. En la de Paco Merry sólo había un disco, I Don’t Like Mondays, de Boomtown Rats. Lo pusimos decenas de veces.
De repente, sólo nos quedaban dos cursos. Ya podíamos optar a ser House Captains de nuestros equipos o Head Boy y Head Girl. Teníamos que dar un discurso en inglés delante de medio colegio para presentar las candidaturas. A los trece años ya sabíamos lo que era hablar delante de una gran audiencia.
Entonces nos separamos. El CEU, el Estudio, el Pilar… Otros colegios nos abrieron sus puertas. La marea dejó sus uniformes rojos y grises y se integró en un mundo más amplio. Destacamos no sólo por nuestro inglés, sino también por nuestras mentes abiertas y bien amuebladas. Teníamos unos valores muy sólidos, conocíamos otras culturas, habíamos compartido experiencias con niños y niñas de muy distintas procedencias. La impronta del Británico. Y sabíamos el sacrificio que muchos de nuestros padres habían hecho para darnos una de las mejores educaciones que ofrecía la España de la época. Tocaba estar a la altura.
Pasaron los años y fuimos triunfando más o menos en nuestras carreras, viajamos, nos casamos y tuvimos hijos. Entonces llegaron Facebook y Linkedin.
Han pasado 35 años desde que atravesamos por última vez rojos y grises aquella verja verde. Cuando nos vemos, apenas tardamos unos minutos en retomar la conversación donde la habíamos dejado. Aparcamos títulos y reconocimientos, carreras de relumbrón u oficios aburridos, éxitos y fracasos… Dan igual las arrugas o las canas, porque nos vemos tal como éramos. Niños felices y afortunados recibiendo una excelente educación en un ambiente privilegiado.
Dicen que la infancia es el patio en el que juegas el resto de tu vida. A lo mejor es por eso por lo que a veces le pregunto a mi marido qué tal el colegio, en vez del trabajo. O por lo que con mis compañeros del Británico vuelvo a ser una niña y ese cariñito antiguo me hace sentirme más cerca de ellos que de tantos amigos con los que tengo mucho más en común. O por lo que mi idea de un día feliz pasa a menudo por el patio del Palacete de Martínez Campos en el que una marea gris y roja desgranaba ilusiones y sueños. Yo estudié en el Británico, sí. Qué suerte.
Fragmento del libro ‘Yo fui al Británico’, elaborado con la recopilación de textos de antiguos alumnos, profesores y colaboradores
Comentarios recientes