Sin duda, tiene derecho a que le concedamos los 100 días de rigor. Y teniendo en cuenta la mala opinión que tiene -tenemos- sobre él una parte muy importante del mundo, no se puede descartar siquiera que nos sorprenda para bien. Pero si hay algo que no podemos negar ya hoy sobre la era que acaba de inaugurar Donald Trump es que se ha abierto la veda de lo políticamente incorrecto. Y que esto puede traer consecuencias inimaginables.
¿Esto es bueno o malo? Hay mucha gente que cree que es bueno. Para empezar, los que le han votado, muchos de los cuales estaban hartos de disimular sus miedos a la globalización, a la inmigración, al final del mundo que conocían porque no estaba bien visto decirlo en voz alta más allá de la mesa camilla del propio hogar. Muchos intelectuales argumentan que ya está bien que los políticos de carrera, el tan denostado establishment o casta, ganen elecciones diciendo en muchos casos lo contrario de lo que piensan en nombre de lo políticamente correcto. Y no les falta un punto de razón.
Lo políticamente correcto se podría definir como la forma de construir un discurso sin afrontar los problemas de raíz, diciéndole a las personas lo que quieren oír porque la realidad no es agradable. Es una forma de proteccionismo lingüístico que existe precisamente porque el lenguaje importa. Lo que decimos y cómo lo decimos refleja nuestros valores y nuestra experiencia, así como los de la comunidad a la que pertenecemos. Es nuestra esencia, el modo en que le mostramos al mundo lo que tenemos dentro. Nuestro pensamiento necesita al lenguaje para ser procesado y convertirse en esa idea que nos permite comprender aquello que nos rodea.
No es lo mismo decirle a un niño “eres tonto porque no has aprobado las mates” que “tienes que estudiar más para que la próxima vez te salga mejor el examen”. El modo en que nos hablan nuestros padres de pequeños conforma nuestra personalidad, la imagen que tenemos de nosotros mismos y la manera en que nos vamos a enfrentar al mundo. Si en casa oímos hablar de negros y moros con desprecio, es altamente probable que seamos racistas. Pero si luego salimos a la calle y sabemos que la gente que nos rodea nos va a mirar mal si mostramos esa xenofobia en público, no nos sentiremos legitimados para hacerlo.
De repente nos encontramos con que el hombre más poderoso del mundo expresa lo que piensa en cada momento sin filtros. ¿Qué no le gustan los inmigrantes? Pues nada, lo dice en voz alta y reclama un muro para proteger a los blancos. ¿Que admira las actitudes de macha alfa de Putin? Adelante, por qué no pregonarlo a los cuatro vientos. ¿Qué la actitud de la Unión Europea le resulta pusilánime, aunque sea un socio preferencial? Nada, nada, a castigar a la OTAN y a la OCDE y a todo aquello que huela a establishment. ¿Qué los chinos no le resultan simpáticos? Tuitea lo primero que se le viene a la cabeza a ver si los pone nerviosos. ¿Qué le parece que los petroleros y los banqueros gestionarían mejor el país que los políticos profesionales a pesar de los conflictos de intereses? Pues se lo pone en bandeja.
Esta actitud ha escandalizado a una parte de la sociedad. Pero lo que Trump ha venido a demostrar es que otra parte muy importante está harta de ese discurso políticamente correcto usado por los políticos creyendo que eso era lo que quería la gente. Y se ha echado en brazos de otro no más veraz, pero sí radicalmente distinto. Más crudo, más emocional, más real.
Aunque Estados Unidos haya cruzado la línea hace años y se haya pasado con el uso de eufemismos para no llamar al pan pan, ese ha sido sin duda uno de los mimbres de una convivencia pacífica en el país más heterogéneo del mundo. Esa actitud se fue trasladando poco a poco al mundo entero, y reinó en los años de más paz y prosperidad. Lo que hoy nos encontramos es que encubrió lo que una parte muy importante de la sociedad estaba sintiendo sin atreverse a decirlo en voz alta porque se sentía en minoría. Pero no son tan pocos, como demuestran las victorias de Trump, el Brexit o la llegada de los populismos a Europa. Y los que nos creímos una vez representantes de la normalidad vemos con sorpresa cuan alejados estamos de ella.
Sólo así se explica que haya ganado Trump. O que en la avanzada Europa, que siempre ha mirado con cierto aire de superioridad a los estadounidenses, la extrema y populista derecha pregone a los cuatro vientos que ser xenófobo u homófobo no es malo, por mucho que lo digan los progres. Cuando la gente se siente legitimada a decir lo que piensa por impopular que sea, la mecha del lenguaje se enciende y sube de tono, hasta desembocar en la violencia.
El lenguaje importa. Y la crudeza con la que se está utilizando desde todos los ámbitos empieza a abrumar y no presagia nada bueno. O mucho me equivoco, o no tardaremos en estar echando de menos aquellos tiempos de paz en los que las personas se cuidaban muy mucho de decir todo aquello que pensaban en voz alta para poder convivir en paz. Añoraremos la era de lo políticamente correcto.
No puedo estar más de acuerdo contigo Sonia Excelente blog.
Gracias, Santiago!