Paraísos poco explorados: ¿Debo ir si de verdad me importa la sostenibilidad?

Enviado el 4 septiembre, 2019 en Actualidad, Portada | Sin comentarios (aún)

Paraísos poco explorados: ¿Debo ir si de verdad me importa la sostenibilidad?

Vuelvo de las vacaciones con sentimientos encontrados (otra vez). En esta ocasión, después de recorrer en barco el archipiélago del Parque Nacional de Komodo (Indonesia). Hemos visto verdaderas maravillas alrededor de una barrera de coral que poco puede envidiarle a la australiana: mantas, tortugas, infinidad de peces tropicales… Y tenido ocasión de admirar muy de cerca al famoso dragón de Komodo, un bicho muy particular en peligro de extinción que come una vez al mes, es caníbal y no deja ni los huesos de sus víctimas (incluidos los humanos).

Con sentimientos encontrados, digo, porque el viaje ha sido fabuloso. Una vez metidos en situación y rezando para que el “barco de madera semi deluxe” que habíamos contratado desde Madrid no tuviese ningún contratiempo dadas sus condiciones de seguridad, tocaba disfrutar. Y lo hicimos: una tripulación de seis solo para nosotros, y una espectacular cocina local (“adventurous dinners”), aderezada con lo que el capitán pescaba cada día, nos alegraban los ratos en que no estábamos buceando o de trekking. Snorkelling, playas rosas gracias al color de los corales, vistas de escándalo, miles de murciélagos emprendiendo el vuelo en plena puesta de sol… Insuperable, sí. Si no fuera por los remordimientos. Remordimientos por estar invadiendo en un barco a motor sin demasiados escrúpulos la barrera de coral. Por beber agua de botellas de plástico que, por mucho que las tires donde debes, se van a quedar en una zona en la que el alcantarillado brilla por su ausencia y el tratamiento de residuos, más. Por pisar sin querer el coral.

El turismo en el Parque Nacional de Komodo está estallando. En su puerta de entrada, Labuan Bajo, en la Isla de Flores, donde hasta ahora no llegaban las agencias de viajes más punteras por no haber alojamientos con las comodidades que ellos suelen ofrecer a sus clientes, se están construyendo varios hoteles de lujo. Y esto significa que, además de los cuatro mochileros que ahora pegan el salto desde Bali para bucear, en cinco años habrá hordas de turistas de todo tipo. Y el ecosistema es frágil y único. Tanto es así que el Gobierno de Indonesia se plantea cerrar al público la isla oriental de Komodo a partir de 2020 para proteger a los dragones de la extinción.

Pero la población local, en su mayoría pescadores de bajo nivel adquisitivo, se rebela. El turismo les ha dado la vida y más de uno se imagina ya en los niveles de la vecina Bali: la diferencia está en que al archipiélago de Komodo llegan apenas 170.000 visitantes al año, frente a los más de 15 millones de Bali.

La falta de conciencia medioambiental es clamorosa (y dolorosa). Pero hay esperanza: en la también vecina isla de Borneo (al menos, en la parte que pertenece a Malasia) ya hay otra actitud. Al principio del viaje visitamos Turtle Island, otro paraíso en el que se puede ver a las tortugas en su propio hábitat incluso poniendo huevos. Allí se limita a 40 las personas que pueden pasar la noche, no se vende agua embotellada, no se puede molestar a las tortugas… Y lo mismo ocurre en el Río Kinabatangan, conocido como el Amazonas de Borneo por la impresionante fauna que se ve a sus orillas (orangutanes, osos narigudos, elefantes enanos, macacos…). Los nativos van entendiendo la importancia de su cuidar su entorno. Y se nota.

Estos remordimientos míos no son nuevos. Son los mismos que sentí las pasadas navidades en mi viaje a Etiopía, al visitar el volcán Erta Ale y el desierto de Danakil y pasar unos días en las chozas de la tribu Afar. Uno se siente un auténtico privilegiado por estar en un sitio absolutamente precioso y único al que muy pocos turistas llegan, entre otras cosas, por lo incómodo del clima (las máximas llegan a los 60º) y la falta de comodidades  (los Afar no cuentan con agua corriente ni cuartos de baño, por ejemplo). Y la cantidad de botellas de plástico que uno ve por los suelos resulta abrumadora. ¿Cómo vas a hablarle del reciclaje a una tribu en la que un tercio de los nativos lleva fusil y es capaz de parar tu coche en medio de la carretera para pedirte un trago de agua? ¿Qué no pisen la gigantesca llanura, conocida como el infierno en la tierra,  salpicada de formaciones de sal, sulferetos y azufre, porque es única en el mundo y la estamos destruyendo? ¿Qué cómo sigan atrayendo turistas se la van a cargar? ¿Es justo?

A mí y a los que sois como yo nos quedan dos opciones: o tragarnos los remordimientos o no ir a estos paraísos remotos si no queremos contribuir a su degradación. La decisión es nuestra.

Mi chico quiere que nuestra próxima parada sea Costa Rica. Cuando estuve en 2001, reconozco que lo del ecoturismo me chirrío un poco. Nunca había subido a un volcán (el Póas) a través de un camino cuasi asfaltado (para proteger el sustrato); ni había visto una selva (Monteverde) en la que hubiese asideros en los recodos más difíciles. Hoy, que lo veo con otros ojos, le encuentro todo el sentido. Casi 20 años después, a los costarricenses les queda mucho país del que presumir y muchos años de enseñarnos a los turistas su grito de guerra, ¡pura vida! Ojalá los indonesios y los etíopes acaben llegando a la misma conclusión.

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