La primera vez que estuve en la selva iba con Miguel de la Quadra Salcedo. Fue en Pánama, en Bocas de Toro. Le había conocido el día anterior después de haber soñado toda mi vida con sus hazañas, así que me puse la primera de la fila dispuesta a beberme sus explicaciones. A cada paso, se detenía y nos contaba algo. De historia, de geografía, de biología…
–Prueba esto.
Miguel se había parado en seco y arrancado un tallo del suelo, largo y verde. Me lo tendía muy serio.
–Prueba esto.
Yo no me atreví a rechistar y me lo llevé a la boca, no sin cierto reparo.
–¿No te sabe a espárrago? Los conquistadores que atravesaron estas tierras aprendieron pronto qué plantas se podían comer y cuáles no.
Aquel mismo día, hace ya 17 años, me di cuenta de que no sólo era el gran aventurero y reportero que había llegado más lejos que ningún hombre blanco, sino también una fuente continua de sabiduría y erudición. Con los años, descubrí también su enorme dimensión como ser humano.
Desde primera hora de la mañana, cuando he conocido la triste noticia, las anécdotas con y sobre Miguel se agolpan en mi cabeza. Tuve la suerte de compartir muchos momentos con él gracias a la amistad que le unía con mi padre, Antonio Franco, y a las nueve expediciones de Ruta Quetzal BBVA a las que fui como periodista.
Miguel atravesando la plaza de Portobelo (Panamá) con un hígado sangrante y caliente de vaca que traía al chiringuito para que desayunásemos; Miguel llamando a las puertas de los vecinos de Ronda (Málaga) a las nueve de mañana de un domingo porque le apetecía un poquito de jamón y vino; Miguel removiendo Roma con Santiago para que sus expedicionarios pudiesen disfrutar de mejores vistas a la hora de montar el campamento en Santa Fe (Nuevo México); Miguel tumbado en mi casa de Nueva York para combatir “un ratito” el jet lag…
Mi padre, Antonio Franco, fue, con el periodista Antonio Pérez Henares Chani, el autor de Miguel de la Quadra Salcedo, el último explorador, así que conozco de memoria muchas de esas historias que le hicieron grande. Como el tiempo que pasó en el Amazonas con su mujer Marisol y su hijo Rodrigo. O el día que salió huyendo de una tribu indígena porque no quería acostarse con la mujer del jefe y hubo de pasar dos jornadas enteras encaramado a un árbol sin atreverse a hacer sus necesidades. O los conflictos que cubrió como reportero.
Pero las que más me gustan son las historias que me contaba mi padre. Su primer viaje como médico de la Ruta fue a Bolivia. En el camino a Camiri, atravesando el Chaco por peligrosas carreteras rodeadas de precipicios, a Miguel se le agudizó un brote de malaria que se había traído de Mongolia. Temblores, fiebre, vómitos, diarrea… Llovía a cántaros y la carretera se convirtió en un barrizal. Hasta el punto de que el convoy tuvo que parar. Incapaces de quedarse parados ante un problema, los dos decidieron ir en busca de ayuda al próximo pueblo a pesar de las lamentables circunstancias de Miguel. Lo consiguieron. El Ejército acudió en rescate de la expedición y Papá ingresó a Miguel, que tenía el potasio por debajo del límite compatible con la vida, en un hospital de Potosí. Le puso un tratamiento y lo dejó a cargo del médico del pueblo para poder seguir viaje con la expedición en la que, dicho sea de paso, había sesenta niños con diarrea.
Cuando llegaron a Chojilla, Miguel ya les estaba esperando con una cerveza fría en la mano y contando como el día anterior se había escapado del hospital para ponerse al frente de una procesión que llevaba la imagen de una Virgen. Mi padre, que ya sabía que su amigo tenía ramalazos de superhombre, se relajó por fin. Pidió también una cerveza y cogió el periódico local: “La Virgen cura a Miguel De la Quadra, director de la Ruta Quetzal, de un grave ataque de malaria”.
Miguel pasará a la historia por derecho propio por muchos motivos. Pero creo que no me equivoco si digo que su mejor obra está presente en el corazón de los miles de expedicionarios que han pasado por esa experiencia vital inolvidable que es Ruta Quetzal BBVA. La Ruta es mucho más que una expedición anual por España y América en la que jóvenes de todo el mundo conviven durante dos meses recorriendo los pasos de los conquistadores por el Nuevo Mundo. Miguel supo encontrar el equilibrio perfecto entre la cultura, la aventura, la historia y la convivencia, de tal manera que el viaje se convirtió –aún lo es– en un momento crucial de la vida de miles de jóvenes de todo el mundo. Y en la experiencia que cada uno de ellos atesora y que les ha hecho mejores seres humanos hay un poquito del esfuerzo de Miguel, que se dejaba la piel día a día en el esfuerzo.
Miguel fue uno de los grandes, un hombre renacentista con una curiosidad insaciable por todo lo que se cruzaba en su camino que no disminuyó con el paso de los años. Con la cadera destrozada y el corazón débil, siguió al frente de su Ruta, repartiendo sabiduría y saber hacer a cada paso, siendo un ejemplo hasta el final. El último explorador.
Somos muchos los que le echaremos de menos. Marisol, Rodrigo, Íñigo, Sol… Mucha fuerza y mucho ánimo.
Al leer esto deduzco q Miguel ha muerto, y lo siento.
Un abrazo Sonia.